Relatos de la Dragonlance y de J.R.R. Tolkien


 


(...) Llegó a las almenas y oteó el panorama, esperando divisar en el llano la negra marea de las huestes enemigas. No ocupaban la vasta superficie más que algunos grupos dispersos de humanos, que miraban desconcertados a su alrededor.
   ¿Qué siginificaba todo aquello? La elfa no acertaba a adivinarlo, y además, estaba demasiado cansada para pensar. Decayó su momentáneo ánimo, sustituido por el agotamiento y una pesadumbre que parecía aplastarla. Culminó el ascenso y, arrastrando la lanza, se acercó a trompicones al cadáver que yacía en la nieve manchada de sangre. Laurana se arrodilló junto al caballero, extendió la mano y apartó el enmarañado cabello para contemplar una vez más el rostro de su amigo. Descubrió en sus ojos sin vida una paz que nunca antes había observado.
   -Duerme, querido Sturm- susurró cogiéndole la ya rigida mano y apoyándola contra su mejilla-, no permitas que los dragones enturbien tus sueños. Al depositar de nuevo la amoratada mano sobre la armadura distinguió un brillante destello en la nieve. Recoguió el objeto que lo despedía, tan ensangrentado que al principio no lo identificó. Al limpiarlo minuciosamente, se reveló a sus ojos una joya. La elfa no sabía a qué atenerse, estaba perpleja.
   Pero antes de que acertara a preguntarse de dónde procedía, una oscura sombra se cernió sobre ella. Oyó el crujido de unas enormes alas, el pálpito de un cuerpo gigantesco. Asustada, se puso en pie y dio media vuelta (...)
 
 








 


   Soth se enamoró de una bella doncella elfa, discípula del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Estaba entonces desposado, pero su mujer se desvaneció de sus pensamientos en cuanto contempló la her mosura de la muchacha. Rompiendo sus sagrados votos de esposo y caballero se abandonó por completo a su pasión para, valiéndose del engaño, seducir a su amada y traerla al alcázar de Dargaard con encendidas promesas de matrimonio. Su cónyuje desapareció en circunstancias siniestras.
   Si son ciertas las estrofas de la canción, la muchacha elfa permaneció fiel al caballero incluso después de descubrir su terrible felonía. Suplicó a la diosa Mishakal que concediera a su amado la oportunidad de redimirse y, al parecer, sus oraciones tuvieron respuesta. Se concedió al caballero Soth el poder de evitar el Cataclismo, aunque al hacerlo debía sacrificar su propia vida.
   Fortalecido por el tierno afecto de la muchacha que había subyugado, Soth partió hacia Istar con la intención de detener al Príncipe de los Sacerdotes y rehabilitar su maltrecho honor.
   Pero el caballero fue interceptado por el camino por unas mujeres elfas, todas ellas discípulas del mandatario de Istar que, sabedoras de su crimen, amenazaron con arruinarle.Para debilitar los efectos del amor de su hermana de raza lo convencieron de que había sido infiel durante su ausencia.
   Las pasiones de Soth se adueñaron por completo de él, destruyendo su cordura. Presa de unos feroces celos regresó al alcázar de Dargaard e, irrumpiendo en el vestíbulo, acusó a la muchacha inocente de haberlo traicionado. En aquel momento se produjo el Cataclismo. La gran lámpara del techo, se precipitó desde su suporte y consumió en incontrolables llamas tanto a la joven elfa como a su pequeño hijo. Antes de morir, la que fue leal amante envolvió al caballero por la que lo condenaba a una vida eterna y pavorosa. Soth y sus seguidores perecieron también en el incendio para renacer más tarde en la estrectral forma forma que ahora presentan.
 
 
 
 

Legolas se volvió y puso una flecha en la cuerda, aunque la distancia era excesiva para aquel arco tan pequeño. Iba a tirar de la cuerda cuando de pronto soltó la mano dando un grito de desesperación y de terror. La flecha cayó al suelo. Dos grandes trolls se acercaron cargando unas pesadas losas y las echaron al suelo para utilizarlas como un puente sobre las llamas. Pero no eran los trolls lo que había aterrorizado al elfo. Las filas de orcos se habían abierto y retrocedían como si ellos mismos estuviesen asustados. Algo asomaba detrás de los orcos. No se alcanzaba a ver lo que era; parecía una gran sombra y en medio de esa sombra había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero más grande, y en esa sombra había un poder y un terror que iban delante de ella. Llegó al borde del fuego y la luz se apagó como detrás de una nube. Luego y con un salto, la sombra pasó por encima de la grieta. Las llamas subieron rugiendo a darle la bienvenida y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró en el aire. Las crines flotantes de la sombra se encendieron y srdieron detrás. En la mano derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego y en la mano izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.
   -¡Ay, ay!-se quejó Legolas-. ¡Un Balrog! ¡Ha venido un Balrog!. Gimli miraba con los ojos muy abiertos.
   -El Daño de Durin!-gritó y dejando caer el hacha se cubrió la cara con las manos.
   -Un Balrog-murmuró Gandalf-. Ahora entiendo. -Trastabilló y se apoyó pesadamente en su vara.- ¡Qué mala suerte! Y estoy tan cansado (...)
 (...) El Balrog llegó al puente. Gandalf aguardaba en el medio, apoyándose en la vara que tenía en la mano izquierda, pero en la otra relampagueaba Glamdring, fría y blanca. El enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo, y la sombra que lo envolvía se abrió a los lados como dos vastas alas. En seguida esgrimió el látigo y las colas crujieron y gimieron. Un fuego le salía de la nariz. Pero Gandalf no sé movió. -No puedes pasar- dijo. Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio de muerte cayó alrededor-. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udún. ¡Vuelve a la sombra! No puedes pasar.
 El Balrog no respondió. El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía más. El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía visible, como un débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris e inclinado, como de un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.
   De la sombra brotó llameando una espada roja.
   Glamdring respondió con un resplandor blanco.(...)
 
 

(...) Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.
 -Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.
 -¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!.
Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.
 -¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Eowyn hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.
La criatura respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vió a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al Señor de los Nazgûl. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo que ocultaba el secreto de Eowyn había caído, y los cabellos sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.