(...) Llegó a las almenas
y oteó el panorama, esperando divisar en el llano la negra marea
de las huestes enemigas. No ocupaban la vasta superficie más que
algunos grupos dispersos de humanos, que miraban desconcertados a su alrededor.
¿Qué
siginificaba todo aquello? La elfa no acertaba a adivinarlo, y además,
estaba demasiado cansada para pensar. Decayó su momentáneo
ánimo, sustituido por el agotamiento y una pesadumbre que parecía
aplastarla. Culminó el ascenso y, arrastrando la lanza, se acercó
a trompicones al cadáver que yacía en la nieve manchada de
sangre. Laurana se arrodilló junto al caballero, extendió
la mano y apartó el enmarañado cabello para contemplar una
vez más el rostro de su amigo. Descubrió en sus ojos sin
vida una paz que nunca antes había observado.
-Duerme, querido
Sturm- susurró cogiéndole la ya rigida mano y apoyándola
contra su mejilla-, no permitas que los dragones enturbien tus sueños.
Al depositar de nuevo la amoratada mano sobre la armadura distinguió
un brillante destello en la nieve. Recoguió el objeto que lo despedía,
tan ensangrentado que al principio no lo identificó. Al limpiarlo
minuciosamente, se reveló a sus ojos una joya. La elfa no sabía
a qué atenerse, estaba perpleja.
Pero antes de que
acertara a preguntarse de dónde procedía, una oscura sombra
se cernió sobre ella. Oyó el crujido de unas enormes alas,
el pálpito de un cuerpo gigantesco. Asustada, se puso en pie y dio
media vuelta (...)
Soth se enamoró
de una bella doncella elfa, discípula del Príncipe de los
Sacerdotes de Istar. Estaba entonces desposado, pero su mujer se desvaneció
de sus pensamientos en cuanto contempló la her mosura de la muchacha.
Rompiendo sus sagrados votos de esposo y caballero se abandonó por
completo a su pasión para, valiéndose del engaño,
seducir a su amada y traerla al alcázar de Dargaard con encendidas
promesas de matrimonio. Su cónyuje desapareció en circunstancias
siniestras.
Si son ciertas
las estrofas de la canción, la muchacha elfa permaneció fiel
al caballero incluso después de descubrir su terrible felonía.
Suplicó a la diosa Mishakal que concediera a su amado la oportunidad
de redimirse y, al parecer, sus oraciones tuvieron respuesta. Se concedió
al caballero Soth el poder de evitar el Cataclismo, aunque al hacerlo debía
sacrificar su propia vida.
Fortalecido por
el tierno afecto de la muchacha que había subyugado, Soth partió
hacia Istar con la intención de detener al Príncipe de los
Sacerdotes y rehabilitar su maltrecho honor.
Pero el caballero
fue interceptado por el camino por unas mujeres elfas, todas ellas discípulas
del mandatario de Istar que, sabedoras de su crimen, amenazaron con arruinarle.Para
debilitar los efectos del amor de su hermana de raza lo convencieron de
que había sido infiel durante su ausencia.
Las pasiones de
Soth se adueñaron por completo de él, destruyendo su cordura.
Presa de unos feroces celos regresó al alcázar de Dargaard
e, irrumpiendo en el vestíbulo, acusó a la muchacha inocente
de haberlo traicionado. En aquel momento se produjo el Cataclismo. La gran
lámpara del techo, se precipitó desde su suporte y consumió
en incontrolables llamas tanto a la joven elfa como a su pequeño
hijo. Antes de morir, la que fue leal amante envolvió al caballero
por la que lo condenaba a una vida eterna y pavorosa. Soth y sus seguidores
perecieron también en el incendio para renacer más tarde
en la estrectral forma forma que ahora presentan.
Legolas se volvió y puso
una flecha en la cuerda, aunque la distancia era excesiva para aquel arco
tan pequeño. Iba a tirar de la cuerda cuando de pronto soltó
la mano dando un grito de desesperación y de terror. La flecha cayó
al suelo. Dos grandes trolls se acercaron cargando unas pesadas losas y
las echaron al suelo para utilizarlas como un puente sobre las llamas.
Pero no eran los trolls lo que había aterrorizado al elfo. Las filas
de orcos se habían abierto y retrocedían como si ellos mismos
estuviesen asustados. Algo asomaba detrás de los orcos. No se alcanzaba
a ver lo que era; parecía una gran sombra y en medio de esa sombra
había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero
más grande, y en esa sombra había un poder y un terror que
iban delante de ella. Llegó al borde del fuego y la luz se apagó
como detrás de una nube. Luego y con un salto, la sombra pasó
por encima de la grieta. Las llamas subieron rugiendo a darle la bienvenida
y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró en el aire. Las
crines flotantes de la sombra se encendieron y srdieron detrás.
En la mano derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego
y en la mano izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.
-¡Ay, ay!-se
quejó Legolas-. ¡Un Balrog! ¡Ha venido un Balrog!. Gimli
miraba con los ojos muy abiertos.
-El Daño
de Durin!-gritó y dejando caer el hacha se cubrió la cara
con las manos.
-Un Balrog-murmuró
Gandalf-. Ahora entiendo. -Trastabilló y se apoyó pesadamente
en su vara.- ¡Qué mala suerte! Y estoy tan cansado (...)
(...) El Balrog llegó
al puente. Gandalf aguardaba en el medio, apoyándose en la vara
que tenía en la mano izquierda, pero en la otra relampagueaba Glamdring,
fría y blanca. El enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo,
y la sombra que lo envolvía se abrió a los lados como dos
vastas alas. En seguida esgrimió el látigo y las colas crujieron
y gimieron. Un fuego le salía de la nariz. Pero Gandalf no sé
movió. -No puedes pasar- dijo. Los orcos permanecieron inmóviles
y un silencio de muerte cayó alrededor-. Soy un servidor del Fuego
Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego
oscuro no te servirá de nada, llama de Udún. ¡Vuelve
a la sombra! No puedes pasar.
El Balrog no respondió.
El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía
más. El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó
hasta alcanzar una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro;
pero Gandalf era todavía visible, como un débil resplandor
en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris
e inclinado, como de un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.
De la sombra brotó
llameando una espada roja.
Glamdring respondió
con un resplandor blanco.(...)
(...) Se oyó el ruido
metálico de una espada que salía de la vaina.
-Haz lo que quieras; mas
yo lo impediré, si está en mis manos.
-¡Impedírmelo!
¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente
puede impedirme nada!.
Lo que Merry oyó entonces
no podía ser más insólito para esa hora: le pareció
que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el
acero.
-¡Es que no soy
ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Eowyn
hija de Eomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente.
¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo
o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.
La criatura respondió
con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó en silencio, como
si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry
se atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían
la vista y la mente se desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vió
a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad; y montando en ella
como una sombra de desesperación, al Señor de los Nazgûl.
Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba
ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo
que ocultaba el secreto de Eowyn había caído, y los cabellos
sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros.
La mirada de los ojos grises como el mar era dura y despiadada, pero había
lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía una espada, y
alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.